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« Cada uno de los cónyuges podrá llevar, a título de uso, el apellido del otro cónyuge, por sustitución o adición al propio apellido en el órden que elija ».
« Cuando se establezca la filiación de un hijo respecto de sus dos progenitores a más tardar el día de la declaración de su nacimiento o posteriormente pero simultáneamente, estos últimos elegirán el apellido que se le asigna: bien el apellido del padre, bien el de la madre, o sus dos apellidos, uno al lado del otro, en el orden elegido por ellos, dentro del límite de un apellido por cada uno de ellos « .

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Muchas mujeres en Francia todavía creen que están obligadas, una vez casadas, a tomar el apellido de sus esposos. Tal obligación nunca ha existido. Originalmente, el nombre patronímico se integró en Francia, siguiendo la herencia del sistema romano, bajo el cual el nombre de un individuo indicaba el poder al que éste estaba sometido. Así, el derecho romano consideraba a la mujer incapaz (en el sentido jurídico del término) al igual que los niños. Por medio de la convención del matrimonio, la mujer dejaba de ser propiedad de su padre para ser propiedad de su esposo. Se impuso entonces el apellido del hombre, común a todos los miembros de la familia.

Esta idea se mantuvo anclada en la práctica, incluso cuando la noción de propiedad sobre la mujer había evolucionado ya considerablemente. Cabe recordar que no fue hasta el siglo XX cuando las mujeres adquirieron el pleno reconocimiento de los derechos fundamentales que les permitieron, entre otras cosas, participar en la vida política y social.

Si en Francia nunca ha existido una ley que obligue a las mujeres a llevar el nombre de sus esposos, es a través de la jurisprudencia que se estableció el principio que otorga a una mujer casada « el derecho a » llevar el nombre de su marido y esto « en virtud de un uso social ”(Ref.6). Este derecho de uso, dice la jurisprudencia, no debe confundirse con el derecho de propiedad.

Esta práctica fue alimentada por la creencia general de que el matrimonio daba un estatus privilegiado a las mujeres, haciendo del matrimonio un verdadero logro personal para las mujeres. Esta idea, que entró en fuerza durante los años sesenta, principalmente en Estados Unidos, como documenta Betty Friedan, sigue estando sorprendentemente presente en nuestra sociedad. La consecuencia es que, muchas mujeres, ven el apellido de sus esposos como una « mejora » de su propia existencia.

En Francia, varias leyes y ordenanzas han tratado de aclarar lo que ya estaba adquirido en los textos, pero desdibujado por la costumbre. La ley del 17 de mayo de 2013 permite un avance considerable al crear el artículo 225-1 del código civil, estableciendo claramente la posibilidad de que los hombres casados ​​lleven el nombre de su esposa, a manera de uso.

Estos avances teóricos se enfrentan, sin embargo, con el hecho de que muchos hombres y mujeres ven en el “nombre de casada” una banalidad, el argumento es que el hecho de que la esposa tome el nombre de su esposo no puede ser un acto de sumisión sino simplemente un acto necesario para mantener la unidad de la familia. En este sentido, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos nos da una opinión esclarecedora: “El objetivo de traducir la unidad de la familia por un apellido común no puede justificar la diferencia de trato fundada en el género” (ver Ref. 10).

Estos desarrollos jurisprudenciales y legislativos nos orientan hacia la comprensión de la mujer como sujeto autónomo e independiente. Históricamente, las mujeres comprometidas con la causa femenina, han tenido que librar largas batallas para cambiar las leyes. Paradójicamente, tratándose del “nombre de casada”, es la ley la que se ha adelantado a la sociedad, así que ¿por qué no aprovecharla?

 

La razón que me motivó a escribir sobre este tema es mi propia experiencia. Me casé en Francia en el 2016 y al año siguiente al renovar mi permiso de estadía, la persona encargada de mis documentos, decidió naturalmente sustituir mis apellidos por el de mi esposo. Era un evento que, sinceramente, yo temía un poco porque para la época ya yo tenia una posición clara al respecto: el « nombre de casada » me parecía una tradición absurda y totalmente innecesaria. Además, yo sabía ya que la ley en el 2013 había evolucionado en Francia, aclarando que ninguna mujer estaba obligada a tomar el apellido de su esposo y que de hecho el esposo podría también tomar el apellido de la mujer, si así lo deseaba.  En fin, al notar yo el error en mi documento de identidad, le pedí al agente corregirlo. Con su mirada entendí que me estaba juzgando y, la verdad, me senti un poco apenada, pero era más importante mi dignidad. El agente tomo mi documento, lo botó e imprimió uno nuevo. Al verificar, veo mis dos apellidos, seguidos de la mención « soltera », así que replico – « pero soy casada » – « Pues… en Francia es así », me responde fríamente. En ese momento entendí una frase de Simone de Beauvoir que había leído en algún lado : « la mujer casada pierde todos los derechos de los que goza la mujer soltera »… Tomé mi documento – « merci beaucoup », repliqué, y me dije, prefiero ser falsamente soltera que verdaderamente sumisa.

Aún hoy en día, muchas mujeres en Francia creen que están obligadas a usar el apellido de sus esposos, cuando tal obligación nunca ha existido. ¿Cómo explicar este enorme malentendido histórico? y sobre todo, ¿cómo entender que las mujeres se sometan y perpetúen una práctica de la que no obtienen ningún beneficio?

Es a través de la jurisprudencia que se ha afirmado el principio que otorga a la mujer casada « el derecho a » llevar el apellido de su esposo y esto « en virtud de un uso social » (ver ref.1). Este derecho de uso, que no debe confundirse con un derecho a la propiedad, transforma a la mujer en deudora, con respecto a su esposo, pues para poder llevar el apellido de su esposo ella debe cumplir ciertas obligaciones.

La mujer tiene el “derecho a” llevar el apellido de su esposo en condiciones bien definidas por la jurisprudencia. Esto no traduce entonces una obligación, sino más bien un privilegio. El apellido de un hombre, en una pareja casada, es para la mujer sólo una etiqueta, « la etiqueta de su posición como mujer casada » (ver ref.1). Esta costumbre se forjó sobre la idea victoriana de que la mujer a través del matrimonio alcanzaba su mayor logro, no pudiendo superar los límites impuestos por su género: convertirse en una esposa y madre ejemplar (ver ref.2). La sociedad la ha hecho privilegiada, sin darle ningún privilegio.

La idea que el matrimonio otorgue a la mujer un estatus privilegiado dentro de la sociedad, puede entenderse en el siglo XIX si tenemos en cuenta que la mujer sólo podía ejercer su ciudadanía a través de su esposo y, en este sentido, el matrimonio le brindaba esa posibilidad de existir socialmente. Al no poder construir una existencia propia, la mujer se apropió de una existencia considerada más ventajosa: la de su esposo. Esta idea ha echado raíz en una buena parte del inconsciente femenino, al punto que aún hoy en día muchas mujeres ven en el apellido de sus esposos un “ascenso de clase” de su propia existencia.

Lo que me cuestiona es que tanto en el siglo XIX como en el XXI, las mujeres consideren como inmutable un uso que las convierte en “propiedad de” pero nunca en “dueñas de”. Que una mujer vea una obligación donde solo hay una costumbre y decida perpetrarla sin razón, ¿no traduce sobre todo, su falta de hábito de libertad e independencia?

En Francia, varias leyes y ordenanzas han tratado de aclarar lo que ya estaba adquirido en los textos, pero desdibujado por la costumbre. La ley del 17 de mayo de 2013 permite un avance considerable al crear el artículo 225-1 del código civil, estableciendo claramente la posibilidad de que los hombres casados ​​lleven el apellido de su esposa, a título de uso. Si el camino hacia un mejor equilibrio dentro de la pareja casada está ya abierto, ¿por qué no beneficiarnos, como mujeres, de cada pequeño paso hacia una existencia menos determinada por un rol cualquiera?

Muchos hombres y mujeres ven el “apellido de casada” como una banalidad. El argumento es que el hecho de que la mujer lleve el apellido de su esposo no es un acto de sumisión, sino simplemente un acto necesario para mantener la unidad de la familia. En ese sentido, una consideración del Tribunal europeo de derechos humanos es bastante esclarecedora: “ el objetivo de traducir la unidad familiar a través de un apellido común, no podría justificar la diferencia de trato fundada sobre el género”. (ver ref.3) de manera que esta práctica es claramente discriminatoria con las mujeres, basta con sugerirle a un hombre que tome el apellido de su esposa para entender lo absurdo que les parece. De hecho, como lo demuestra una encuesta realizada por el periódico Le Monde, los hombres que han decidido llevar el apellido de sus esposas o registrar a sus hijos con el apellido materno, son juzgados por su entorno familiar, considerándolos « débiles » o sometidos a sus esposas. Es decir, el « nombre de casada » sí traduce una posición de poder en la pareja. Simplemente estamos demasiado acostumbrados a una realidad cruel en el matrimonio heterosexual: la sumisión de la mujer en virtud de la convención. 

Es momento de entender que, si bien, una perfecta igualdad dentro de la pareja no depende solo de un apellido común, deshacerse de esta tradición sí contribuye a la comprensión de la mujer como sujeto autónomo e independiente. Pensemos por un instante en lo que hemos logrado. Largas y fatales batallas han tenido que librarse para cambiar las leyes y lograr que nos sean reconocidos derechos fundamentales. Paradójicamente, tratándose del nombre de casada, es la ley la que ha tomado ventaja sobre la sociedad, así que ¿por qué no aprovecharla?

Lista de referencias

1. Le nom, en droit romain et en droit français : thèse pour le doctorat soutenue le mardi 10 janvier 1888 devant la Faculté de droit de Lyon, par Henry Salveton. Disponible ici : https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k58285547/f20.item

2. Betty Friedan, “La femme mystifiée”, Pocket, notamment ch.6., pp.209 et suivantes.

3. Ünal Tekeli c. Turquie, n° 29865/96, 16 novembre 2004 : “ L’objectif de traduire l’unité de la famille par un nom de famille commun ne saurait justifier la différence de traitement fondée sur le sexe”; CUSAN ET FAZZO c. ITALIE, n° 77/07, 7 janvier 2014.

4.J. Pascual, Au nom de la mère : ces parents qui choisissent le “matronyme”, Le Monde, 28 septembre 2015.